Mi mundo fotográfico
Luis Cadenas Prieto
Siendo pequeño aprendí a leer con los tebeos (colorines) –fundamentalmente el Capitán Trueno y Roberto Alcázar y Pedrín—y eso me ponía en el punto de mira de mi padre que no quería que lo hiciera porque tenían faltas de ortografía y escribían con mayúsculas. Yo no lo entendía y me cabreaba; hoy me sonrío y le doy la razón. Los coleccionaba (engañando, cambiando, incluso, sí, algunas veces robando…), y hoy los sigo coleccionando (comprando en internet o donde cuadre y sí, mi padre sabía lo que decía, tie nen faltas de ortografía y los diálogos están en mayúsculas ninguneando a veces los acentos, pero aprendí a leer y a amar la lectura con ellos, ¡gracias!. Yo seguía a mi bola y un día mi padre me pilló guardados entre el carbón — ¡chiquita caja fuerte!.
Él no pegaba nunca, pero poseía un gran bagaje de sofisticados castigos. No cansaré; fui enviado solo a un desván con la obligación de ponerlo en orden. Y allí comenzó todo. No llegué a colocar ni la mitad de los trastos y cajas, porque me encontré una preciosa de madera (mi abuelo era carpintero) que tenía un truco para poder abrirla. Imaginaros un chico menudo en un desván, origen de muchos sueños nocturnos y pesadillas, con una caja grande para su edad que sonaba metálica al moverla y que no se quería abrir.
Uno es cabezón (temoso), lo dicen a menudo en mi casa, y estaba castigado. Tenía tiempo… la caja o yo. Claro que sí… yo. No había cosas extrañas… unas cuantas monedas pequeñas que protestaban cuando las movías –hoy sé que las llaman alfonsinas porque la caja y su contenido sigue en mi poder—y fotos, bastantes fotos viejas.
Adiós a la orden del orden en el desván. Y de lado las demasiado pequeñas monedas para un tesoro. Lo que me dejó pegado y sentado en el suelo fueron aquellas imágenes, desdibujadas algunas, otras sin detalles claros que te pudieran contar lo que querían; fotos de mi padre durante la Guerra (nunca quiso hablar de ello), de gente quieta, mirándote congelada.
Y esa fue mi perdición, allí empezó todo. Había que imaginar lo que te decían, lo que mostraban, lo que pasaba. Mi imaginación de niño hizo el resto y DESCUBRÍ la fotografía, sin saberlo. Mi cabeza ya fabricaba un objetivo: conseguir el artilugio que hacía aparecer esas situaciones, esos instantes. Mi primera máquina la conseguí a los 11 años; una Kodak de carrete de 10 fotos y lente fija, sin nada, sólo mirar y ¡clic!. Y esperar a tener dinero para saber que había conseguido congelar en esa mini caja. Y aprendí, vaya si aprendí, a escoger con calma, y el camino hasta el resultado me intrigaba y me mantenía en vilo.
No quiero cansar. Trabajé haciendo mandados para cambiar de máquina, ahorré, leí, miraba fotos por doquier… Y fui aprendiendo a base de tropezones y algunas alegrías. Por supuesto, todo ocurría en un mundo de blanco y negro, pero descubrí los matices del gris, la melancolía de la luz en ese universo y la crudeza del contraste bicolor. Luego fueron llegando la Konica, la Minolta, la Canon… Era como irte a un limbo que te permitía jugar a ser mago con el escenario: las lentes diversas, el control de la focal, la velocidad diferente, etc. ¡Ah! y el laboratorio fotográfico que en la oscuridad te deja conjurar tiempos y líquidos para doblegar lo que la máquina te ofrece.
Para ese tiempo ya no me importaba la imagen en sí misma, buscaba crear mi propio mundo, forzando los elementos para conseguir lo que maquinaba en la cabeza. Y fui obligado a entrar en el universo de la técnica fotográfica: tercios, diafragma, velocidad, Iso… y el Photoshop. Éstos eran los dominios de lo correcto, las reglas, las máscaras, en fin, lo establecido por especialistas y profesionales. Precioso el resultado porque las sombras ya habían dado un paso gigantesco hacia el color (como pasar del papiro a una revista de viajes). Sin embargo el mensaje llegaba a veces soso, unificado, repetitivo como de tarjeta postal, pero entonces pesaba más el coste económico que el derroche buscando la aventura. No se podía galopar sintiendo sensaciones y quedaba el paso pausado, la preparación antes del ¡CLIC!, intentando lo seguro y disfrutar de ello.
Hoy, ya mayor, sigo como el primer día, aprendiendo. Pero este escenario digital que nos envuelve me ha hecho más audaz. Adiós a los frenos, ya se puede galopar, probar y probar el infinito: ¡clac, clac, clac…!, y tirar sin miedo como si no hubiera un mañana. Las fotos están presentes en todas partes, todo y a todo se fotografía y se intercambia. Vivimos una vida inundada de imágenes a las que se les pasan filtros de todas las razas y lo que antes llevaba mucho tiempo y ensayos ahora es sólo la voluntad de apretar un botón. Cuando llegué al mundo digital me desboqué de nuevo, como un chaval, no quedó nada que no pasara por mis ojos y experimenté todos los palos de la baraja visual.
Gracias a que la edad calma, el sarampión se me ha pasado. Ahora no estoy en contra de los aspectos técnicos y perfeccionistas, para eso ya hay trabajos de mucha gente maravillosa y profesional, mucho mejor que mi mejor esfuerzo. Busco otra cosa que me satisfaga con ayuda de la técnica, pero sólo ayuda. Algunos se emocionan con el recuerdo que ofrece la foto, otros con el paisaje, la luz, el juego del agua, las numerosas variaciones que ofrecen los filtros, la composición, el retrato, el HDR, la perfección y el equilibrio… sin límites.
La fotografía para mi sigue siendo un descubrimiento continuo como lo fue desde niño. Yo disfruto del camino que recorro, desde que dentro de mi me dicen: ¡AHÍ HAY ALGO!, hasta que todo lo que he aprendido y mi instinto aprietan el disparador. Después, queda observar, esperando ver si he logrado mostrar la historia perseguida que puede aparecer en un paisaje, en una mirada o en una línea, forma o color… Luego, la foto ya queda en un segundo plano, lo vital es el camino, el instante.
Luis Cadenas Prieto es maestro retirado, escritor a ratos, fotográfo siempre, conversador nato y portuense de adopción. Tiene miles, decenas de miles de fotografías etiquetadas, encarpetadas en varios discos duros, siempre lleva una máquina de fotos en el bolsillo, esperando el momento de “sentir la penúltima foto”. Es coautor con su hijo de la novela “La campana de San Román”, disponible en Amazon. Por supuesto, es autor de las fotografías que ilustran este artículo.